Thursday 18 September 2014

La Condesa consorte

La Condesa consorte de Sobornos ordena a sus lacayos estacionar su carruaje en la muy madrileña Plaza de Callao, pues su merced debe de recoger de su amigo el Duque de Botín los sobres de 500 pesetas, en billetes de 25 y 50, con los que muestra su discreto aprecio a los que discretamente le brindan discretos favores. Cuando sale del palacete del Duque de Botín, ve a un sereno blandiendo un chuzo mientras parece que discute con Ignacito, su más fiel lacayo. La Condesa consorte acelera el paso y, con tanta elegancia como mala leche calza, tira con una mano de la falda para no tropezarse, mientras con la otra evita que se desplace un solo milímetro su sombrero Poke que compró en Lock’s en su último viaje a Londres.

El sereno, chuzo en mano, se queja de que el carruaje de la condesa consorte entorpece la circulación.

-¡Qué circulación! ¡Si han sido apenas dos minutos! ¿Usted sabe quién soy yo? ¡Claro que sabe quien soy!- le atiza la Condesa consorte.

-Señora Condesa consorte de Sobornos, discúlpeme su merced, pero tengo órdenes expresas, de un compañero policía, de no dejar estacionar a ningún vehículo en esta parte de la plaza.

-Mi carretela no es ningún vehículo, mi bienquerido don nadie.

-Le ruego que vuestra merced disculpe mi disconformidad con su percepción, pero su carretela sí es un vehículo y debido a su infracción me temo que voy a tener que proceder a tomar sus datos para que la policía la sancione, como es de ley.

-¡Pero bueno, ésta si que es buena! Un mequetrefe, a las órdenes de la ilustrísima alcaldesa, la Marquesa de Garrafón, quiere sancionarme a mí, que soy la que más pinta en la provincia. Ingacito, ríete que esto es gracioso.

-Jaja.

-Ríete más, cenutrio, que es muy gracioso.

-Jajajaja.

-Muy bien, Ignacito. Así que dice usted que me van a sancionar. ¿Ya sabe usted que esto no va a quedar así?

-Señora Condesa consorte de Sobornos, permítame que le asegure que no tengo otra opción y que mi proceder no está sujeto de ningún modo a mi discreción.

-Veo que además de fargallón es usted también un farfullero. ¿Cómo que no tiene usted otra opción? ¿Acaso no puede usted dejarme ir por donde he llegado, sereno pinchauvas?

-Me temo, señora Condesa consorte de Sobornos, que el alboroto ha atraído a una corte de curiosos, y, muy a mi pesar, tal trama me obliga más, si cabe, a proceder conforme a lo que me han ordenado y es de ley. Comprenderá que, al ser su merced una distinguida señora de tan noble alcurnia, lo que aquí ocurra trascenderá a los oídos de la Marquesa de Garrafón e incluso podría llegar a los oídos de su esposo, el Duque de Bigotín.

-Bueno, bueno, bueno, ¿pero has oído esto, Ignacito? Sepa usted, señor abrepuertas, que a mi lado el Duque de Bigotín es un mindundi y que a la mantecata de su esposa le queda menos en el ayuntamiento que al yerno del S.M. el Rey en la calle, el de las vascongadas. ¡Si se pasa todo el día tomando cafés con leche en la plaza Mayor!, ¡relajadísima! Así que déjeme ir, porque me estoy empezando a cansar y no creo que usted quiera verme enfadada.

-Le ruego que me disculpe, pero no me va a ser posible dejar que se vaya hasta que no haya tomado sus datos.

-Ignacito, ayúdame a subir a mi carretela, y prepárate que nos vamos.

-Señora Condesa, este sereno crápula y buscavidas tendrá que apartar su pollino, está en medio de nuestro camino.

-¿Qué pollino, Ignacito? Yo no veo a ningún pollino. ¡Arreando!

Ignacito, que como siempre está encantado de acometer los mandatos de la Condesa consorte de Sobornos, abre la portezuela de la carretela y, antes de que le dé tiempo a colocar el estribo, su merced, que siempre ha sido de brinco ágil, ya está sentada en el interior del carruaje, perfectamente colocada, con las manos sobre su noblérrimo regazo y con esa expresión impávida que luce cuando espera a que sus órdenes se cumplan. “Ignacio, date prisa” piensa para sus adentros el servil mendrugo.

A Ignacito no le hace falta más que hacer un ligerísimo movimiento de cabeza para que Percival, el muchacho que ha pasado en un santiamén de limpiabotas del servicio a segundón de los esbirros de la Condesa consorte de Sobornos, se suba al estribo trasero y con dos golpes secos sobre la capota confirme que por su parte están listos para irse.

Ignacito, ya en el asiento del cochero, látigo en mano, mira al pollino del sereno que sigue bloqueando su camino, e inmediatamente se gira hacia la Condesa consorte de Sobornos con expresión de no-sé-qué-hacer. Su merced, impasible, mano sobre mano, ni dice nada ni lo mira, e Ignacito, que ya comprende lo que tiene que hacer, chasquea el látigo sobre el lomo de la yegua que arranca al trote esquivando al pollino grácilmente. Sigue a la yegua la carretela, pero Ignacito, que tiene tan poca habilidad dirigiendo el carruaje como luces alumbrando a sus ideas, no calcula bien la maniobra y pasa tan justo que con el embellecedor del pezón de la rueda desgarra el muslo derecho del pollino. El pobre animal suelta a la vez un rebuzno de dolor y una coz, que el lamebotas de Percival recibe en el costado, siendo derribado violentamente. Ignacito frena a la yegua para que Percival se suba otra vez, y es al girarse cuando ve que la cara de la Condesa consorte de Sobornos se ha tornado tan colorada como el chaleco que él mismo viste.


-¡IMBÉCIL! ¿Por qué te paras?


-Percival se ha caído, señora Condesa consorte de Sobornos.


-¡ARREANDO HE DICHO! ¡TARUGO! ¡FODIDENCUL! ¡SACAMUELAS! ¡HASTA A LA SANTA MÁS CÁNDIDA Y TONTA LE HARÍAS PERDER LA ESPERANZAAAA!

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