Una noche furtiva y
londinense de hace unos meses, salí con propósitos únicamente
carnales y conocí a un chico portugués. Fernando es un hombre que
casi acaricia la treintena, cocinero, guapo, de porte viril y de
hombro ancho como el larguero de las porterías de ese fútbol del
que él es tan forofo. Él es objetivamente sexy, lo mires desde
donde lo mires siempre es sexy. Parafraseando a la chamana diría que es un
hombre lindo, de zapote prieto, de pezón erecto, con ojos de
obsidiana, a quien la luna le pinta el cuerpo con deseos nuevos, y que, en
las madrugadas, se moja los muslos con el agua mansa de los
arroyuelos. Fernando es uno de ésos que se presenta como
heterosexual ambiguo y tocón, pero que cuando llega a la intimidad
del catre se descubre como irremediablemente gay. Ese aparente gallo
de peleas que en realidad es cojo y no es pollo sino palomo. Vaya,
irresistible; qué le vamos a hacer, yo me tenía que perder y me he
perdido contigo. Los detalles de lo que ocurrió aquella noche, bajo, entre y sobre
el estampado de mis sábanas, quedaron
guardados en los cajones secretos del chifonier de mis recuerdos;
pero hubo algo que pasó que sí me apetece contar, porque me dio
mucho que pensar.