Si tomamos como verdad absoluta el que no haya dos seres humanos iguales, irremediablemente concluimos que también es una verdad absoluta el hecho de que todos somos distintos: distintos son los hombres de las mujeres; distintas son las personas de habla hispana de las de habla inglesa; distintas son las mujeres y los hombres, de las personas que han sido identificadas como individuos con el sexo indefinido; distintos son, entre ellos, los individuos de habla hispana, porque uno se llama José María y otro María José; distintas son, entre ellas, las personas con el sexo indefinido, porque una se llama Laura y otra se llama Octavio; y distintos son, entre ellos, los que responden al nombre de José María, porque uno nació en Cuzcurrita de Río Tirón y otro en Tegucigalpa.
Basándos en las subjetivas diferencias que distinguen a todo ser humano construimos el concepto de la identidad, el cual refleja la necesidad que tenemos de saber qué nos diferencia a unos y a otros, para así identificarnos a nosotros mismos y a los demás. Vaya, que si todos nos llamásemos Octavio nuestro nombre dejaría de ser una seña de identidad, igual que no lo es el tener una sola cabeza o dos orejas.
La identidad es algo tan complejo como el árbol genealógico de Carlos II el Hechizado. El bueno de Carlos -que era más feo que los pies de E.T.- era hijo de su propia prima. Tan particular coyuntura le procuró la cualidad de ser, a la vez, tío y sobrino en segundo grado de sí mismo, nieto en segundo grado de su padre, sobrino de su abuela y nieto de su tía; angelico. Debido a la endogamia de sus ancestros, porque para más inri los progenitores de su madre eran primos entre sí, las capacidades cognitivas de Carlos II eran notablemente pobres, de ahí lo de “el Hechizado”. Aun así, el componente monárquico de su identidad tenía un peso tan relevante, que sus escasos recursos cognitivos no eclipsaron totalmente la forma en la que él era percibido; pues a pesar de todo seguía siendo el rey. Ahora, supongamos que por ejemplo Carlos II se hubiese perdido de chiquillo en una cacería; porque realmente era más tonto que Abundio, el que hizo una carrera solo y quedó segundo. Supongamos también que después de haberse perdido lo hubiera encontrado alguien perteneciente a un estamento social bajo. Y supongamos, por último, que éste lo hubiera criado en un ambiente rural. Lo más probable es que el rey hechizado hubiera pasado a ser el tonto del pueblo; ya que en ese contexto sus capacidades cognitivas habrían sido el componente dominante de su identidad.