Wednesday 1 April 2015

Pongamos que las cosas no pasan porque sí

Pongamos que una ama de casa en la Alemania nazi negándose a comprar en una tienda de judíos no fuese un hecho casual, sino una consecuencia de las políticas antisemíticas de sus mandatarios.

Pongamos que el juez Bermúdez refiriéndose a ciertos implicados en el macrojuicio del 11M como “los moritos” no estuviera haciendo un inocente uso de una forma de hablar sin connotación xenófoba; sino que estuviese cometiendo una flagrante falta de respeto hacia los individuos a los que hacía referencia y hacia las personas que pagan su sueldo, entre las cuales se cuentan muchos “moritos”, como consecuencia de eso tan hispanamente institucionalizado del “pero venga hombre, si no pasa nada”. 

Pongamos que referirse a los inmigrantes latinoamericanos y pakistaníes como panchitos o machupichus, y pakis, (d/r)espectivamente, no fuera simplemente acogerse al uso de un gentilicio tan común como arbitrario, sino la consecuencia de la concepción de que ese acto degradante es simplemente una forma graciosa de referirnos a algunos de nuestros conciudadanos.

Pongamos que enviar una circular a los empleados de seguridad de una empresa pública para que presten especial atención a los usuarios que potencialmente pueden ser identificados como gays no fuese un desafortunado hecho aislado; sino la consecuencia de una realidad cotidiana, que al ser ignorada afianza, por omisión, el triste panorama de lo que pudo ser, y ya no es, la capital gay de Europa.

Pongamos que las cosas no pasan porque sí. Pongamos que hablo del metro de Madrid, ¿estamos?

Madrid, Madrid, Madrid
Pedazo de la España en que nací
Por algo te hizo Dios
La cuna del requiebro y del chotis

Así describió los madriles Agustín Lara, ese señor que, además de musa de la sempiterna homosexualidad, era panchito, ¡uy perdón!, machupichu, ¡ay, que no!, mejicano. De ahí lo de:

Madrid, Madrid, Madrid
En Méjico se piensa mucho en ti
Por el sabor que tienen tus verbenas
Por tantas cosas buenas
Que soñamos desde aquí

Pongamos que en Madrid, en pleno siglo XXI, como en todas partes, lo cotidiano siguiera siendo esclavo de las formas que moldean los de arriba.

En la década de los 50, el señor John Langshaw Austin, de quien creo que no se habla lo suficiente, vino a decir que cuando uno “dice” no solo “dice” sino que además “hace”. Basándose en el verbo “prometer”, Austin tejió una teoría que, por su carácter universal, es hoy tan válida como lo era antes de que la crease. Austin dijo que cuando decimos: “Yo prometo”, no sólo "comunicamos", también "hacemos"; ya que nuestra acción de prometer es un hecho en sí, porque al decirlo estamos llevando a cabo el acto de prometer. Así, cuando prometemos algo, estamos condicionando lo que ocurrirá en el futuro, tanto si cumplimos, o no, nuestra promesa. Con algo tan simple, el autor introdujo el concepto de los “enunciados performativos”. Uno de los ejemplos más claros que ilustran tal concepto es el del cura de turno cuando dice: “Yo te bautizo”. Porque, al pronunciar esas palabras, el sujeto al que se refiere pasa a engordar la base de datos de los que somos considerados como católicos, ¡santa cruz del consentimiento! Así, el enunciado del cura no solamente tiene una dimensión comunicativa, sino que también la tiene performativa: no solo “comunica algo”, sino que “hace algo”.

En el libro “How to do things with words”, una recopilación póstuma de algunas de sus conferencias, Austin destila una teoría que viene a decir que, en menor o mayor medida, todos los enunciados tienen una carga performativa: todo lo que decimos condiciona el futuro. Pero, lo que está claro es que, no es lo mismo que un “cualquiera” diga: “La Cenicienta es un ejemplo para nuestra vida por los valores que representa. Recibe los malos tratos sin rechistar, busca consuelo en el recuerdo de su madre”, o: “Si se suman dos manzanas, pues dan dos manzanas. Y si se suman una manzana y una pera, nunca pueden dar dos manzanas, porque es que son componentes distintos. Hombre y mujer es una cosa, que es el matrimonio, y dos hombres o dos mujeres serán otra cosa distinta”, a que lo diga alguien con el poder, factual, político y mediático, de la ilustrísima alcaldesa de Madrid, Ana Botella.

Volvamos al metro.

Pongamos que la famosa circular fuese una consecuencia de algo muy gordo, una más. Como tal, despedir al empleado que la mandó no debería de ser suficiente para contentarnos. Al despedir al mensajero, de algún modo, nos limitaríamos a combatir la performatividad del mensaje. Estaríamos diciendo: “Ese mensaje no es bueno porque puede acarrear consecuencias nefastas y no queremos que siente precedente”. Pero no deberíamos olvidar qué ha generado ese mensaje, ya que ese mensaje es una consecuencia de algo que ya ha sentado precedente. Así que, tampoco debería ser suficiente que pongan de patitas a la calle a uno de los capos de la red del metro de la capital a modo de chivo expiatorio. Lo que habría que buscar es un enunciado que tenga una carga performativa que confrontase el precedente que ha generado tal mensaje; que confrontase a las manzanas. Lo que habría que procurar es que Ana Botella dijese algo tipo: “Yo me comprometo a que, en Madrid, todos los ciudadanos tengan los mismos derechos a no ser discriminados; y dado que cada hecho que a nivel institucional contradiga este compromiso podría ser una consecuencia de las políticas que yo he promovido con mis declaraciones, prometo medir mis palabras para no seguir normalizando la discriminación y reprobar a cualquiera que obre de tal modo”. Y, el más difícil todavía, que luego apoyase sus declaraciones con hechos; lo cual no creo que ocurra nunca, porque sus principios morales y políticos son los que son: manzanas, peras, cenicientas y las legiones de Cristo.

Pongamos que, a estas alturas, deberíamos tener en cuenta que las cosas no pasan porque sí. Pongamos que lo del metro de Madrid no se pueda considerar como un incidente fortuito. Porque que alguien crea que puede enviar tal circular, como el que manda una felicitación navideña, es un síntoma de algo muy grave que refleja que la discriminación es algo que puede barajarse dentro los parámetros de la normalidad institucional. O sea, no solamente es grave por la performatividad que el comunicado en sí acarrea (sus potenciales consecuencias), sino por la raíz que lo ha originado.

Pongamos que Madrid merezca unos mandatarios que tengan en cuenta las consecuencias de sus palabras y unos ciudadanos que hagan saber a esos mandatarios, voto mediante, que cuando uno tiene poder no puede decir lo que le venga en gana, y luego irse de rositas. Pongamos que esos ciudadanos apreciasen que la escalada de violencia homófoba en la que la ciudad se está viendo sometida es, en gran parte, fruto de esos comentarios políticamente obscenos. Porque, hablando claro, el que haya imbéciles es inevitable, pero el que haya mandatarios que implícitamente promuevan la discriminación se arregla de una forma tan fácil como poniendo la papeleta correcta dentro del sobre pertinente, en la urna correspondiente y no votando a la Cifuentes.

Pongamos que si pudieses levantar la cabeza, ¡ay, Agustín!, la botella y la falsa esperanza te la hundirían de nuevo en el cajón de pino. Pongamos que hablo de Agustín. Pongamos que esa falsa esperanza y esa botella no son Madrid. Pongamos que Madrid es mucho más. Pongamos que hablo de Madrid, del de verdad, del Madrid de Joaquín, del Madrid del chotis de Agustín...

... Agustín, Agustín
En Madrid se piensa mucho en ti
Por el sabor que tuvieron las verbenas
Por tantas cosas buenas
Que nos soñaste desde allí


Un beso chulapo.

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