Thursday 12 February 2015

La familia normal o cómo dejar de ser persona.

Una noche furtiva y londinense de hace unos meses, salí con propósitos únicamente carnales y conocí a un chico portugués. Fernando es un hombre que casi acaricia la treintena, cocinero, guapo, de porte viril y de hombro ancho como el larguero de las porterías de ese fútbol del que él es tan forofo. Él es objetivamente sexy, lo mires desde donde lo mires siempre es sexy. Parafraseando a la chamana diría que es un hombre lindo, de zapote prieto, de pezón erecto, con ojos de obsidiana, a quien la luna le pinta el cuerpo con deseos nuevos, y que, en las madrugadas, se moja los muslos con el agua mansa de los arroyuelos. Fernando es uno de ésos que se presenta como heterosexual ambiguo y tocón, pero que cuando llega a la intimidad del catre se descubre como irremediablemente gay. Ese aparente gallo de peleas que en realidad es cojo y no es pollo sino palomo. Vaya, irresistible; qué le vamos a hacer, yo me tenía que perder y me he perdido contigo. Los detalles de lo que ocurrió aquella noche, bajo, entre y sobre el estampado de mis sábanas, quedaron guardados en los cajones secretos del chifonier de mis recuerdos; pero hubo algo que pasó que sí me apetece contar, porque me dio mucho que pensar.

En el interludio de un cigarrillo de tregua, me dio por preguntarle que por qué se presentaba como heterosexual. Fernando me dijo que lo hacía porque nadie sabía que era gay. Aprovechando que yo jugaba en casa y que me sentía cómodo con él, decidí ir un poco más allá. Mientras le acariciaba el pelo, con voz suave pero viril -porque con estos especímenes hay que hacer prevaler lo macho que uno lleva dentro-, le pregunté acerca de su voluntad de no querer que nadie supiera sobre su sexualidad. Él me dijo que simplemente no creía que fuera necesario. Hasta ese momento se notaba que no se sentía incomodado por mis preguntas, como si de antemano supiese bien cómo lidiar con mis embistes de curiosidad. Al no emplear un tono disuasorio supuse que sus respuestas eran el respetable fruto de las cavilaciones que todo hijo de vecino forja en la parte de nuestro cerebro que nos dicta cómo queremos ser percibidos. Decidí empujar un poco más, bendita indiscreción. Apreté la tuerca del tornillo de la transparencia de su sexualidad y cuestioné esa falta de necesidad a la que él había hecho referencia. Fernando aplastó en el cenicero la colilla que quedaba de su cigarro, me miró, me tocó el poco pelo que queda en mi cabeza y me dijo, muy serio pero con un tono entre cariñoso y apologético, que lo hacía porque: “Vamos a ser honestos, ser gay no está bien porque no es lo natural”. Alucina vecina.

Qué decir, hasta las casas colgadas se me salían de las cuencas, y Fernando lo notó. Pero una, que está viajada y ha toreado en muchas plazas, guardó la compostura y decidí pinchar un poco más antes de entrar a matar. Aproveché para darle un aire solemne al momento apagando mi pitillo muy lentamente, casi con parsimonia, como dándole a entender que lo que venía podía ser “heavy-metalero”. Eché mano de mi postiza herencia inglesa y del "English politeness" que conlleva, y, mientras con firme dulzura le apartaba su mano de mi breve pelambrera, le dije que lo que acababa de decir me lo podría tomar como un insulto pero que, sin embargo, me parecía muy interesante. Le pedí que me dijese qué le llevaba a pensar de esa manera. Su respuesta fue de corte católico fundamentalista con un toque darwiniano: me dijo que si todo el mundo fuera gay la especie humana se terminaría, que lo normal era que los hombres se sintieran atraídos por las mujeres, y que, al fin y al cabo, la familia era el núcleo que provee la estabilidad necesaria para ser feliz y normal. ¡Uinch! Familia feliz, ¿dónde están los palillos? ¿¡Normal!? ¡Normal! ¿Normal? ¡Maldito palabro! ¡Anormal!

Ahí tuve uno de esos momentos de lucidez que una vez de cada mil te brinda la casualidad, y me acordé de Carmen de Mairena: ¡qué coño, yo como la Pantoja, polla que veo, polla que se me antoja! Y más vale pájaro en mano que ciento volando. Para qué seguir hablando si Fernando está más rico que el hojaldre de las corbatas de Unquera y la carne me puede más que la lengua. Como que en boca cerrada no entran moscas pero entran pollas como roscas, sin decir ni mu, le agarré su lusa mano por su lusa muñeca y me la llevé adonde tengo pelo de verdad; para establecer el preámbulo de lo que quería que pasara a continuación. Y hasta aquí puedo leer, como la Kemp. Lo que siguió es patrimonio de mi privacidad y de la de Fernando, y está sujeto a mi discreción y a la cantidad de copas que me pimple para largarme de la lengua. Sólo diré, eso sí, que Cuenca y la Meca son ciudades bellas y dignas de mirar -qué buen gusto, oiga-.

A pesar del deleite con el que vimos Cuenca y la Meca en esa noche de verano, debo decir que los pormenores del episodio a los que me he referido más arriba ilustran algo que me revienta las pelotas. El hecho de que mi interlocutor fuese gay es un agravante, pero no lo esencialmente molesto para mí.

Vamos por partes.

Primero: “Lo normal”. ¿Qué es “normal”? La primera acepción de la palabra "normal" en el DRAE hace referencia al estado natural de las cosas. La segunda y la tercera, que son las que vienen al caso, son:

2. adj. Que sirve de norma o regla.

3. adj. Dicho de una cosa: Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano.

¿Cuál es el denominador común de estas dos acepciones? Que ambas hacen referencia a las normas. Entonces, ¿a qué normas se refería Fernando, seguramente de forma involuntaria, al hablar de la normalidad sexual? A las normas sociales. Y, ¿quién crea y moldea esas normas sociales? Fernando, y tú, y yo, y todos. Y la pregunta del millón: ¿cómo se moldean y crean esas normas? Con lo que decimos. Y no me refiero a “decir” únicamente en el sentido de “hablar”, me refiero a comunicar. Comunicamos cuando hablamos, pero también comunica, de forma más sutil y pasiva, nuestra actitud y nuestro comportamiento. Sin ir más lejos, Fernando, al presentarse como heterosexual y luego confesarse gay, comunica una disconformidad con su sexualidad; por ende contribuye a moldear la norma: ese parámetro que marca los límites de lo que es “lo normal”.

Uno de los problemas que acarrea la palabra “normal” es que su significado muchas veces se solapa con el de la palabra “común”, y ambas tienden a confundirse en su uso. Hace poco con mi amigo Pedro, que es más guapo que un san Luís, más majo que las pesetas y que tiene un corazón como un tomate de medio quilo, hablábamos sobre la diferencia entre lo normal y lo común. Pedro es rubio, y yo le decía que en su grupo de amigos ser rubio no es común pero sin embargo no deja de ser normal. Lo común es un concepto matemático que se rige por el contexto inmediato -lo común es la mayoría-, mientras que lo normal es un concepto mucho más subjetivo que se rige por normas preestablecidas en un contexto generalmente más amplio que el inmediato, y que crea expectativas. En el contexto de un grupo de diez amigos españoles en el que todos son morenos menos uno, el rubio no es lo común pero sí es normal, porque la norma la rige el contexto español, no el grupo de amigos. De alguna forma la mayoría de gente espera que en un grupo de diez amigos españoles haya uno rubio, pero no espera que haya uno gay.

Así son las normas, así son las expectativas, así colabora Fernando en normalizar su sexualidad, así son las cosas.

Segundo: “La familia”. Esto es lo que más me jode. Qué manía la de ahorrarse la palabra “tradicional” cuando uno se refiere a la familia tradicional. ¿Qué es una familia? Vayamos otra vez al DRAE:

1. f. Grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas.

Que Fernando, o quien sea, piense que la familia tradicional es la única forma de conseguir estabilidad y felicidad, me apena. Pero que se use la palabra “familia” para designar a la estructura familiar tradicional -de papá, mamá y la prole- de forma excluyente e implícitamente tachando de “no familia” a todo lo que no entre dentro del modelo preestablecido por nuestra tradición, me repatea el hígado porque me deshumaniza.

En el fondo, lo que implícitamente me estaba diciendo Fernando con su afirmación, es que, si yo tengo hijos con otro señor, si los tengo solo o si los tengo con alguien que no es mi pareja, lo mío no es una familia. Vamos a ver, Fernandos del mundo, en el hipotético caso de que yo estuviese emparejado con un señor y tuviéramos hijos, no podríais negar que el padre de mis hijos -la persona con la que comparto mi vida- es pariente mío, y tampoco podríais negar que mis hijos -biológicos o no- son mis parientes. Entonces, si una familia es un grupo de personas emparentadas entre sí, y mi pareja y mis hijos son parientes míos, pero vosotros decís que lo mío no es una familia, lo único que os queda para negarnos nuestro estatus familiar es que no somos personas. ¿Cómo se come eso?, ¿con o sin la Casera?

Un beso común y normal.

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