Una noche furtiva y
londinense de hace unos meses, salí con propósitos únicamente
carnales y conocí a un chico portugués. Fernando es un hombre que
casi acaricia la treintena, cocinero, guapo, de porte viril y de
hombro ancho como el larguero de las porterías de ese fútbol del
que él es tan forofo. Él es objetivamente sexy, lo mires desde
donde lo mires siempre es sexy. Parafraseando a la chamana diría que es un
hombre lindo, de zapote prieto, de pezón erecto, con ojos de
obsidiana, a quien la luna le pinta el cuerpo con deseos nuevos, y que, en
las madrugadas, se moja los muslos con el agua mansa de los
arroyuelos. Fernando es uno de ésos que se presenta como
heterosexual ambiguo y tocón, pero que cuando llega a la intimidad
del catre se descubre como irremediablemente gay. Ese aparente gallo
de peleas que en realidad es cojo y no es pollo sino palomo. Vaya,
irresistible; qué le vamos a hacer, yo me tenía que perder y me he
perdido contigo. Los detalles de lo que ocurrió aquella noche, bajo, entre y sobre
el estampado de mis sábanas, quedaron
guardados en los cajones secretos del chifonier de mis recuerdos;
pero hubo algo que pasó que sí me apetece contar, porque me dio
mucho que pensar.
En el interludio de un
cigarrillo de tregua, me dio por preguntarle que por qué se
presentaba como heterosexual. Fernando me dijo que lo hacía porque
nadie sabía que era gay. Aprovechando que yo jugaba en casa y
que me sentía cómodo con él, decidí ir un poco más allá.
Mientras le acariciaba el pelo, con voz suave pero viril -porque con
estos especímenes hay que hacer prevaler lo macho que uno lleva
dentro-, le pregunté acerca de su voluntad de no querer que nadie
supiera sobre su sexualidad. Él me dijo que simplemente no creía
que fuera necesario. Hasta ese momento se notaba que no se sentía
incomodado por mis preguntas, como si de antemano supiese bien
cómo lidiar con mis embistes de curiosidad. Al no emplear un tono
disuasorio supuse que sus respuestas eran el respetable fruto de las
cavilaciones que todo hijo de vecino forja en la
parte de nuestro cerebro que nos dicta cómo queremos ser percibidos.
Decidí empujar un poco más, bendita indiscreción. Apreté la
tuerca del tornillo de la transparencia de su sexualidad y cuestioné
esa falta de necesidad a la que él había hecho referencia. Fernando
aplastó en el cenicero la colilla que quedaba de su cigarro, me
miró, me tocó el poco pelo que queda en mi cabeza y me dijo, muy
serio pero con un tono entre cariñoso y apologético, que lo hacía
porque: “Vamos a ser honestos, ser gay no está bien porque no es
lo natural”. Alucina vecina.
Qué decir, hasta las
casas colgadas se me salían de las cuencas, y Fernando lo notó. Pero
una, que está viajada y ha toreado en muchas plazas, guardó la
compostura y decidí pinchar un poco más antes de entrar a matar.
Aproveché para darle un aire solemne al momento apagando mi pitillo
muy lentamente, casi con parsimonia, como dándole a entender que lo que
venía podía ser “heavy-metalero”. Eché mano de mi postiza
herencia inglesa y del "English politeness" que conlleva, y, mientras con firme dulzura le apartaba su mano
de mi breve pelambrera, le dije que lo que acababa de decir me lo
podría tomar como un insulto pero que, sin embargo, me parecía muy
interesante. Le pedí que me dijese qué le llevaba a pensar de esa manera. Su respuesta fue de corte católico fundamentalista con un toque darwiniano: me dijo
que si todo el mundo fuera gay la especie humana se terminaría, que
lo normal era que los hombres se sintieran atraídos por las mujeres, y que, al fin y al cabo, la familia era el núcleo que provee la
estabilidad necesaria para ser feliz y normal. ¡Uinch! Familia
feliz, ¿dónde están los palillos? ¿¡Normal!? ¡Normal! ¿Normal?
¡Maldito palabro! ¡Anormal!
Ahí tuve uno de esos
momentos de lucidez que una vez de cada mil te brinda la casualidad, y
me acordé de Carmen de Mairena: ¡qué coño, yo como la Pantoja, polla que veo, polla que se
me antoja! Y más vale pájaro en mano que ciento volando. Para qué
seguir hablando si Fernando está más rico que el hojaldre de las
corbatas de Unquera y la carne me puede más que la lengua. Como que en boca cerrada no entran moscas pero entran pollas como roscas, sin decir ni mu, le agarré
su lusa mano por su lusa muñeca y me la llevé adonde tengo pelo de
verdad; para establecer el preámbulo de lo que quería que pasara a
continuación. Y hasta aquí puedo leer, como la Kemp. Lo que siguió
es patrimonio de mi privacidad y de la de Fernando, y está sujeto a
mi discreción y a la cantidad de copas que me pimple para largarme
de la lengua. Sólo diré, eso sí, que Cuenca y la Meca son ciudades
bellas y dignas de mirar -qué buen gusto, oiga-.
A pesar del deleite con el
que vimos Cuenca y la Meca en esa noche de verano, debo decir que los pormenores del
episodio a los que me he referido más arriba ilustran algo que me revienta las pelotas. El hecho de que mi interlocutor
fuese gay es un agravante, pero no lo esencialmente molesto para mí.
Vamos por partes.
Primero: “Lo normal”.
¿Qué es “normal”? La primera acepción de la palabra "normal" en
el DRAE hace referencia al estado natural de las cosas. La segunda y
la tercera, que son las que vienen al caso, son:
2. adj. Que sirve de norma o regla.
3. adj. Dicho de una cosa: Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se
ajusta a ciertas normas fijadas de antemano.
¿Cuál es el denominador
común de estas dos acepciones? Que ambas hacen referencia a las
normas. Entonces, ¿a qué normas se refería Fernando, seguramente de forma involuntaria, al hablar de la
normalidad sexual? A las normas sociales. Y, ¿quién crea y moldea esas
normas sociales? Fernando, y tú, y yo, y todos. Y la pregunta del
millón: ¿cómo se moldean y crean esas normas? Con lo que decimos. Y no me refiero a “decir”
únicamente en el sentido de “hablar”, me refiero a comunicar.
Comunicamos cuando hablamos, pero también comunica, de forma más
sutil y pasiva, nuestra actitud y nuestro comportamiento. Sin
ir más lejos, Fernando, al presentarse como heterosexual y luego
confesarse gay, comunica una disconformidad con su sexualidad; por
ende contribuye a moldear la norma: ese parámetro que marca los
límites de lo que es “lo normal”.
Uno de los problemas que
acarrea la palabra “normal” es que su significado muchas
veces se solapa con el de la palabra “común”, y ambas tienden a confundirse en su uso. Hace poco con mi
amigo Pedro, que es más guapo que un san Luís, más majo que las
pesetas y que tiene un corazón como un tomate de medio quilo,
hablábamos sobre la diferencia entre lo normal y lo común. Pedro es
rubio, y yo le decía que en su grupo de amigos ser rubio no es
común pero sin embargo no deja de ser normal. Lo común es un
concepto matemático que se rige por el contexto inmediato -lo común
es la mayoría-, mientras que lo normal es un concepto mucho más subjetivo que
se rige por normas preestablecidas en un contexto
generalmente más amplio que el inmediato, y que crea expectativas. En
el contexto de un grupo de diez amigos españoles en el que todos son
morenos menos uno, el rubio no es lo común pero sí es normal,
porque la norma la rige el contexto español, no el grupo de
amigos. De alguna forma la mayoría de gente espera que en un grupo
de diez amigos españoles haya uno rubio, pero no espera que haya uno
gay.
Así son las normas, así son las expectativas, así colabora Fernando en normalizar su sexualidad, así son las
cosas.
Segundo: “La familia”.
Esto es lo que más me jode. Qué manía la de ahorrarse la
palabra “tradicional” cuando uno se refiere a la familia
tradicional. ¿Qué es una familia? Vayamos otra vez al DRAE:
1. f. Grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas.
Que Fernando, o quien sea,
piense que la familia tradicional es la única forma de conseguir
estabilidad y felicidad, me apena. Pero que se use la palabra
“familia” para designar a la estructura familiar tradicional -de
papá, mamá y la prole- de forma excluyente e implícitamente
tachando de “no familia” a todo lo que no entre dentro del modelo
preestablecido por nuestra tradición, me repatea el hígado porque me deshumaniza.
En el fondo, lo que implícitamente me estaba
diciendo Fernando con su afirmación, es que, si yo tengo hijos con otro señor, si los tengo solo
o si los tengo con alguien que no es mi pareja, lo mío no es una
familia. Vamos a ver, Fernandos del mundo, en el hipotético caso de que yo estuviese emparejado con un señor y tuviéramos hijos, no podríais negar que el padre de mis hijos -la persona con la que comparto mi vida- es pariente mío, y tampoco podríais negar que mis hijos -biológicos o no- son mis parientes. Entonces, si una familia es un grupo
de personas emparentadas entre sí, y mi pareja y mis hijos son parientes míos, pero vosotros decís que lo mío no es una
familia, lo único que os queda para negarnos nuestro estatus familiar es que no somos personas. ¿Cómo se come
eso?, ¿con o sin la Casera?
Un beso común y normal.
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