Thursday 22 January 2015

La identidad de las arañas

Si tomamos como verdad absoluta el que no haya dos seres humanos iguales, irremediablemente concluimos que también es una verdad absoluta el hecho de que todos somos distintos: distintos son los hombres de las mujeres; distintas son las personas de habla hispana de las de habla inglesa; distintas son las mujeres y los hombres, de las personas que han sido identificadas como individuos con el sexo indefinido; distintos son, entre ellos, los individuos de habla hispana, porque uno se llama José María y otro María José; distintas son, entre ellas, las personas con el sexo indefinido, porque una se llama Laura y otra se llama Octavio; y distintos son, entre ellos, los que responden al nombre de José María, porque uno nació en Cuzcurrita de Río Tirón y otro en Tegucigalpa.

Basándos en las subjetivas diferencias que distinguen a todo ser humano construimos el concepto de la identidad, el cual refleja la necesidad que tenemos de saber qué nos diferencia a unos y a otros, para así identificarnos a nosotros mismos y a los demás. Vaya, que si todos nos llamásemos Octavio nuestro nombre dejaría de ser una seña de identidad, igual que no lo es el tener una sola cabeza o dos orejas. 

La identidad es algo tan complejo como el árbol genealógico de Carlos II el Hechizado. El bueno de Carlos -que era más feo que los pies de E.T.- era hijo de su propia prima. Tan particular coyuntura le procuró la cualidad de ser, a la vez, tío y sobrino en segundo grado de sí mismo, nieto en segundo grado de su padre, sobrino de su abuela y nieto de su tía; angelico. Debido a la endogamia de sus ancestros, porque para más inri los progenitores de su madre eran primos entre sí, las capacidades cognitivas de Carlos II eran notablemente pobres, de ahí lo de “el Hechizado”. Aun así, el componente monárquico de su identidad tenía un peso tan relevante, que sus escasos recursos cognitivos no eclipsaron totalmente la forma en la que él era percibido; pues a pesar de todo seguía siendo el rey. Ahora, supongamos que por ejemplo Carlos II se hubiese perdido de chiquillo en una cacería; porque realmente era más tonto que Abundio, el que hizo una carrera solo y quedó segundo. Supongamos también que después de haberse perdido lo hubiera encontrado alguien perteneciente a un estamento social bajo. Y supongamos, por último, que éste lo hubiera criado en un ambiente rural. Lo más probable es que el rey hechizado hubiera pasado a ser el tonto del pueblo; ya que en ese contexto sus capacidades cognitivas habrían sido el componente dominante de su identidad.

¿Qué ha pasado aquí? Pues que el tema de la identidad es mucho más complicado de lo que ya de por sí parece, porque los contextos son un componente identitario tan intrínseco como los precedentes. Dicho de otra forma: nuestra identidad va condicionada por el cómo nos perciben, y la forma en la que nos perciben será diferente en distintos contextos.

Al hilo, las identidades son como las telarañas. Cada una tiene su araña, que somos nosotros, y ésta nunca deja de tejer. La araña se mueve por la tela que ha tejido sobre una multitud de intersecciones, que son los contextos, sobre las que se situará según sus circunstancias: el viento, una presa, otra araña con la que copular o con la que enfrentarse. Y en cada intersección cada hebra tendrá una relevancia distinta, la misma persona puede ser el rey tonto o el tonto del pueblo. La tela se puede romper, pero aunque se rompa, la araña seguirá tejiendo por donde pase; creando nuevas intersecciones de hebras en cada contexto, que a su vez podrán ser retejidas infinitamente. Porque si el Hechizado realmente se hubiese perdido, porque era bobo, para convertise en el tonto del pueblo, también podría haber ocurrido que lo hubiesen reecontrado para volver a rehechizarlo; sentándolo de nuevo en su trono, cubierto de colas de armiño con un cetro en la mano. La araña vuelve a tejer la tela que había sido destruida.

De la misma forma, ocurre que si José María, el comayagüense, ¡qué bonito es el gentilicio de Tegucigalpa!, emigra a España, en según qué contextos dejará de ser José María y pasará a ser identificado con el xenófobo apelativo de “panchito”. Y también puede ocurrir que cuando Laura, identificada como intersexual al nacer, vaya a comprar el pan, deje de ser Laura y pase a ser el objeto del desafortunado comentario “eso es un tío”. Luego, cuando el panchito vuelve a Tegucigalpa y el tío a su casa, José María y Laura volverán a ser José María y Laura. La araña no para quieta.

Los contextos que tanto influyen en nuestra identidad no están sujetos necesariamente a la discreción del individuo en el que influyen: Laura no tiene potestad alguna para evitar ser el objeto del comentario “es un tío” cuando se encuentra en el contexto de la panadería, y Carlos no podría haber hecho mucho para evitar ser “el tonto del pueblo” si no hubiese sido reconocido como rey en el ambiente rural. La araña no siempre escoge dónde tejer, unas veces el viento la mueve y otras un gato rompe su telaraña, obligándola a tejer un nuevo entramado. Este hecho adquiere una relevancia importante para la integridad mental y a veces incluso física del individuo, cuando el componente dominante de la identidad en un contexto determinado adquiere un sentido peyorativo al percibirse como inferior o nocivo. Hete aquí la tan odiosa discriminación.

Las razones que llevan a que en ciertas intersecciones algunas hebras de la telaraña adquieran el cariz negativo que da lugar a la discriminación, están siempre ligadas a factores culturales que se pueden presentar en infinitas formas: religión, política, la pandilla, el equipo de fútbol, la familia, etc. Así pues, como esto es un tema cultural, para combatir la discriminación desde su raíz no hay mejor forma que la de educar en la diversidad; que significa que la gente perciba al que es distinto como uno más de un grupo diverso, y no como un ente ajeno al que se puede o debe excluir.

Pero no nos engañemos, reeducar a todo el mundo es un trabajo de hormiguitas y tardaremos mucho en llegar a asumir la diversidad como el componente principal de la sociedad. Así que a veces habrá que ir poniendo parches para ir saliendo al paso. Y aquí llego al texto que me llevó a escribir lo que acabáis de leer, el prólogo de una antología maravillosa que lleva por título “The Penguin Book of Gay Short Stories”. En él, David Leavitt concluye su introducción a esta compilación de narraciones gay, que él co-edita, con el texto que me he atrevido a traducir y que yo usaré para despedirme junto con la flamenquísma letra que la enorme Mayte Martín ha inmortalizado para nuestro deleite en forma de tangos de Triana. Porque más allá de lo que Leavitt y la Martín dicen, ya no hay mucho más que decir. Después de leer lo que viene aquí debajo espero que muchos se levanten y que pocos se queden “agarrados a los reposabrazos como si les fuera la vida en ello”.

Que escritores que no sean gays hayan aceptado que se les incluya en una antología con un título como éste, me sorprende y me hace feliz. Me recuerda a una actuación que vi hace unos años de la artista Holly Hughes. Ocurrió en la horrible época en la que la derecha americana, liderada por el senador Jesse Helms, pretendía usar el National Endowment for the Arts* como caballo de batalla en su interminable cruzada contra las formas artísticas de autoexpresión sexual.

Un grupo de escritores, cantantes e intérpretes  -entre ellos yo y Holly Hughes-, nos juntamos para recaudar fondos para la campaña de Harvey Gantt, el candidato al senado opuesto a Helms. Hughes fue anunciada pero no apareció; en vez de ella, un chico y una chica irrumpieron en el escenario. Se autodefinieron ante el publico como “un maricón” y “una bollera”, e informalmente sondearon a la audiencia: “¿Podría todo el mundo que sea gay ponerse de pie?”, preguntó la joven. Nerviosos, alrededor de una cuarta parte de nosotros procedió a levantarse. “Y ahora”, dijo el chico, “¿podría todo el mundo que no se considera gay, pero que alguna vez se haya acostado con alguien de su mismo sexo ponerse de pie?”. Unos pocos más, reticentemente, se levantaron. Nos pidieron que nos sentásemos todos otra vez. Entonces, los jóvenes evocaron lo que pasó en Dinamarca durante la Segunda Guerra Mundial. Nos recordaron cómo el rey de Dinamarca, al saber que sus súbditos judíos serían forzados a llevar estrellas amarillas, se puso una él; y cómo la mayoría de los daneses también hicieron lo mismo, para que los judíos no pudieran ser diferenciados de los no judíos. Supongo que, teniendo en cuenta el contexto del acto en el que nos encontrábamos, todo el público presente debió de entender la alusión; me resisto a creer que no fuera así. “Ahora”, dijo la chica,“recordando lo que pasó en Dinamarca, os pido otra vez: ¿podríais todos los gays que os encontráis entre el público poneros de pie otra vez?”

En torno a tres cuartas partes del público se levantó. Los demás se quedaron sentados, con la mirada adusta e incómodamente inalterada, agarrados a los reposabrazos como si les fuera la vida en ello.


Como los judíos
Aunque la ropa me quemen
Yo no reniego de lo que he sío





Besos ninjas y muy diversos.


* La National Endowment for the Arts es una institución independiente, creada por el gobierno federal de los Estados Unidos, que apoya y financia proyectos artísticos que muestren un alto grado de calidad.


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